En su comentario de El
Banquete de Platón en el Seminario 8 (La
Transferencia), específicamente al examinar el mito del origen de Amor que
relata Diótima-Sócrates, Lacan resalta cómo el Amor surge justamente en el litoral entre lo real y lo simbólico. Producto
de la cópula entre Penía o Aporía (la indigencia y penuria) y Poros (o Expedito, el recurso) -y por esta vía nieto de Metis (la Invención)-, el
Amor no es un dios sino un daimon, es
decir, un intermediario entre los dioses (lo real) y los hombres (el orden
simbólico). En otras palabras, el Amor sería aquello que surge del encuentro del Recurso frente a la Aporía. ¿No es esto ya bastante como primera indicación?
En efecto, a partir de aquí entendemos que el amor sea, por una parte, aquello
que permite al sujeto salir del “autismo nativo” del parletre (“ser-hablante”) por vía de la invención de algo que
permita el lazo con el Otro –es decir, que permita el paso de lo imposible a lo
posible. Es lo que Lacan formula como la metáfora
del amor o sustitución del amado por el amante: el "milagro" de que algo en
el objeto amado responda a nuestro deseo de amante. Esto hace del amor algo
central en el advenir del sujeto a la existencia humana misma: todos nacemos
como objeto del deseo (o del no deseo) del Otro y necesitamos ser deseados para
constituirnos humanamente. El milagro de la metáfora del amor consiste en que
de ese objeto que somos al inicio surja un sujeto capaz de amar –de salir del
goce autoerótico para hacer vínculo con el Otro.
Pero por otra parte, tenemos que la naturaleza propiamente narcisista
del amor lo hace proclive a la repetición mortificante, a la relación
extenuante con ese objeto “único” de amor, con ese amor “de excepción” con el
que intentamos paliar nuestra precaria posición frente al objeto amado: lo
que amo en ti responde a mi propia fantasía, al objeto fantasmático que supongo
en ti. Es el amor en el registro lógico de lo necesario, que encubre la
imposibilidad del rapport sexual
(de la “complementariedad de los sexos”).
El amor en la psicosis, que Lacan caracteriza como un “amor
muerto”, muestra en su forma extrema esta faceta mortificante de goce
mortífero, de real, que se aloja en el
amor. Es lo que vemos, por ejemplo, en la certeza erotomaníaca de ser objeto de
amor (“Él es quien me ama”), que fija al sujeto psicótico en la posición de ser
objeto de goce del Otro, sin la posibilidad de producir una sustitución
metafórica entre amado y amante que dialectice ésta irrupción de lo real del amor.
En medio de esta pluralidad de manifestaciones del amor, entre el "autismo nativo” del ser hablante, el “amor muerto” de la psicosis, y la
repetición neurótica del sufrimiento amoroso, finalmente nos preguntamos: ¿de
qué manera un psicoanálisis puede conducir al sujeto a la invención de “un amor
más digno” (Lacan), un amor más abierto a la contingencia y al encuentro, -siempre
sobre el trasfondo de lo imposible? Con este interrogante abierto, dejemos de
momento que sea el poeta, siempre un paso por delante, el que acuda en nuestro
auxilio:
Un amor más
allá del amor,
por encima
del rito del vínculo,
más allá del
juego siniestro
de la
soledad y de la compañía.
Un amor que
no necesite regreso,
pero tampoco
partida.
Un amor no
sometido
a los
fogonazos de ir y de volver,
de estar
despiertos o dormidos,
de llamar o
callar.
Un amor para
estar juntos
o para no
estarlo
pero también
para todas las posiciones
intermedias.
Un amor como
abrir los ojos.
Y quizá
también como cerrarlos.
- Roberto Juarroz, Quinta Poesía Vertical, 55
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